El
patrimonialismo es una
forma de ejercicio
del poder observada
en sociedades premodernas cuyas características primordiales, en su
estado puro, Max Weber sintetizó de la siguiente manera: el soberano es visto
como el señor que dispensa su favor y su gracia al pueblo; los puestos públicos
no son asignados por capacidad y competencia sino por lealtad y simpatía; no
hay una formación estricta y regulada de los funcionarios sino una
nominación que obedece
a la conveniencia
de quien posee
la autoridad; la actividad de dichos funcionarios con
frecuencia se extiende más allá de lo que les está expresamente señalado;
el desempeño de los cargos
se remunera sobre
todo por el usufructo
que de ellos se
pueda hacer; se obedece más
a la disposición individual del gobernante que a leyes fijas y
establecidas.
Ciertamente, en México hay una arraigada
tradición de ver al presidente de la república como el padre del pueblo —de
allí el paternalismo que lleva a cabo, según criterios de conveniencia y
oportunidad, algún tipo de política social para obtener el respaldo de los gobernados
—de allí el populismo. Las redes de
poder que estableció el régimen de la revolución
obedecieron a ese diseño y a la verticalidad de los lazos de dependencia y de lealtad
de personas y grupos. Las instituciones gubernamentales tanto del sector
central como del descentralizado igualmente cayeron en esa lógica. Destino
semejante les aguardó a las entidades federativas en las que la intervención
del poder presidencial y sus agentes fue
constante.
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